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Si visitaras la Luna, encontrarías huellas humanas que fueron esculpidas en la superficie polvorienta hace más de medio siglo. También podrías toparte con una cámara de video, una bandera, tres vehículos lunares, herramientas para recolectar muestras del suelo, y hasta con una foto de familia. Los objetos —y las marcas— que los astronautas de las misiones Apolo de la NASA dejaron atrás al volver a casa permanecen intactos en nuestro vecino más cercano, al que la humanidad volverá pronto con las misiones Artemis.
A diferencia de la Tierra, en nuestro satélite natural no corre el viento, ni hay océanos o ríos que erosionen su superficie. Tampoco existe el ritmo de las estaciones. Además, la Luna no cuenta con una atmósfera densa que la proteja de los meteoritos que la impactan desde todos los ángulos desde hace millones de años. Al igual que las huellas de los astronautas, la mayoría de los cráteres que estas rocas espaciales forman al colisionar no se borran.
Así, la Luna lleva un registro del paso del tiempo. La comunidad científica la utiliza como una ventana al pasado; a la evolución de nuestro sistema solar y de la propia Tierra. De hecho, las historias de nuestro vecino cósmico y nuestro planeta están entrelazadas. “La Luna y la Tierra tienen un origen en común”, dice el Dr. José Carlos Aponte, un astroquímico de origen peruano que trabaja en el Centro de Vuelo Espacial Goddard de la NASA en Greenbelt, Maryland. “Sabemos que hubo un impacto que formó a la Luna y la dejó orbitando alrededor de la Tierra. Entonces, al estudiar a la Luna también podemos entender cómo se formó la Tierra”, explica.
Aunque mucho menos dinámica que nuestra Tierra, la Luna “no es un objeto inerte en el espacio”, dice el ingeniero puertorriqueño Francisco Andolz, quien dirige las operaciones de la misión del Orbitador de Reconocimiento Lunar (LRO, por sus siglas en inglés) de la NASA en el Centro de Vuelo Espacial Goddard de la NASA en Greenbelt, Maryland. Durante los 13 años que el LRO ha observado la Luna, ha permitido documentar fotográficamente cómo cambia la superficie lunar a consecuencia de los meteoritos, los deslizamientos de ‘tierra’ y los movimientos sísmicos o “lunamotos”. Estos movimientos sísmicos todavía son registrados por los instrumentos de experimento sísmico que dejaron las misiones Apolo cincuenta años atrás.
A unos 384.000 kilómetros de distancia (equivalente a 30 Tierras puestas en hilera) en una órbita alrededor de nuestro planeta, la Luna es el objeto celeste más brillante en nuestro cielo nocturno y el segundo más brillante durante el día. No es extraño que despierte la curiosidad de los humanos desde hace milenios y que diferentes culturas hayan creado mitos para explicar su presencia casi constante en el firmamento.
Aunque esa presencia parezca mayormente adornar la noche, la Luna ejerce una gran influencia sobre la vida en la Tierra y marca un ritmo que ha guiado a la humanidad desde sus inicios. Aunque tiene una masa 80 veces menor que la Tierra, la Luna está ligada gravitacionalmente a nuestro planeta. Sin nuestro satélite natural, un día terrestre sería mucho más corto, y no existirían las estaciones como las conocemos. Al girar alrededor del Sol, la Tierra se bambolea sobre su eje; la atracción de la gravedad de nuestra Luna suaviza ese bamboleo, haciendo posible que el clima terrestre sea más estable. Eso se traduce en un planeta más habitable.
A simple vista, es posible distinguir ciertos rasgos de nuestro rocoso y polvoriento satélite natural, como las distintivas áreas más claras y más oscuras sobre su superficie. Con el avance tecnológico para observar y estudiar la Luna, la humanidad ha podido ir resolviendo varios misterios lunares. Por ejemplo, ahora sabemos que ese contraste de tonos se debe en parte a las diferencias en el relieve: las zonas claras son áreas de más altura, y las zonas oscuras son planicies recubiertas de basalto o lava enfriada, y no mares de agua líquida como se creyó alguna vez.
También descubrimos que desde la Tierra siempre vemos la misma cara de la Luna porque esta rota sobre sí misma a la misma velocidad con la que gira alrededor de la Tierra (en lo que se llama rotación sincrónica). Y a pesar de que muchos llaman el “lado oscuro” a la cara que no vemos, esta también recibe la luz del Sol, especialmente durante la fase de Luna nueva cuando nuestro satélite natural es invisible para nosotros. Tras décadas de observaciones, incluyendo las observaciones de todo el globo lunar realizadas por LRO, la NASA cuenta con mapas sumamente detallados de la topografía de la Luna. Incluso está trabajando en un posible GPS lunar que ayude a futuros visitantes terrícolas a alunizar y transitar la superficie lunar.
Desde aquellas primeras observaciones a simple vista, la humanidad ha estudiado en mayor detalle la Luna con telescopios, con naves desde el espacio, con robots que han alunizado y hasta con humanos. Y nuestros conocimientos sobre la Luna continúan creciendo a la vez que impulsan avances tecnológicos y científicos.
Durante la era de las misiones Apolo, se pensaba que no había agua en la Luna. Luego, a finales de la década de 1990, las misiones Clementine y Lunar Prospector dieron indicios de la posible presencia de hielo de agua almacenado dentro de cráteres ubicados en regiones de sombra perpetua. Fue recién en 2020 que la NASA confirmó el descubrimiento de agua en forma de hielo en una parte iluminada de la Luna. Hoy, la presencia de este recurso impulsa las misiones Artemis, que llegarán al oscuro e inexplorado polo sur lunar.
El programa Artemis, que tiene entre sus objetivos establecer una presencia permanente en la Luna a largo plazo, explorará cómo utilizar los recursos de la Luna en esta nueva era de viajes espaciales, la cual tiene a Marte como próxima frontera. Con eso en mente, en 2022 científicos de la NASA anunciaron que habían logrado cultivar plantas usando suelo lunar recogido durante algunas de las misiones Apolo.
“Sabemos que hay un montón de recursos que podemos utilizar en la Luna, pero queremos saber exactamente dónde y cómo hacerlo en una forma segura, sin poner en peligro a los astronautas que vayan”, explica Andolz.
La misión robótica LRO de la NASA ha sido una parte esencial en el entendimiento de nuestro satélite natural, incluyendo dónde están los depósitos de minerales y posibles depósitos de agua. “En esos 13 años, LRO ha obtenido más información de lo que se ha obtenido desde el principio de la observación de la Luna”, señala el director de operaciones de la misión.
Todos estos datos también han sido clave para establecer mapas lunares que indiquen los puntos de principal interés para los próximos visitantes humanos, que podrán, a su vez, estudiar la Luna como solo se puede hacer estando allí.
Las primeras hazañas que nos pusieron más cerca de la Luna tuvieron lugar en el marco de la carrera espacial en plena Guerra Fría, entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética. Fue necesario desarrollar nuevas tecnologías para llegar a donde nadie había llegado antes, y la ciencia acompañó. Cuando los astronautas de Apolo volvieron a la Tierra no solo dejaron algunos objetos atrás: también se llevaron muestras de regolito lunar (una mezcla de polvo y roca rota en la superficie de la Luna).
Si bien la mayoría de las muestras han sido analizadas, y muchas de ellas siguen siendo objeto de estudio, algunas se han mantenido totalmente intactas, como valiosas cápsulas del tiempo. Décadas atrás, la NASA tomó la decisión de preservar muestras que pudieran ser analizadas por generaciones futuras, con tecnología avanzada que no estaba disponible cuando las muestras fueron obtenidas.
Parte de las muestras de Apolo 17 se abrieron recientemente y están siendo analizadas por científicos de la NASA y otras instituciones, como parte del Programa de análisis de muestras de la próxima generación de Apolo (ANGSA, por sus siglas en inglés). Entre ellos se encuentra el Dr. Aponte.
No hay vida en la Luna y tampoco se han encontrado señales de vida antigua, pero las muestras lunares que se han estudiado contienen una baja cantidad de material orgánico en forma de aminoácidos. Ciertos aminoácidos son los componentes básicos de las proteínas, moléculas esenciales utilizadas para la vida como la conocemos.
En 2015, un estudio de la NASA reveló el origen de la mayoría de esos aminoácidos en siete muestras lunares de Apolo: la contaminación terrestre. Esta pudo haber llegado a la Luna con los equipos de las misiones Apolo, o incluso pudo haberse generado a partir de reacciones químicas entre las muestras y la hidracina, un componente químico en el combustible del módulo lunar.
Existen otras razones que podrían explicar la presencia de aminoácidos en estas muestras. Estos pueden llegar a la Luna a bordo de los meteoritos que la impactan, o incluso el viento solar podría haber producido aminoácidos durante la preparación de las muestras.
Entender el origen de esos compuestos orgánicos es el primer objetivo de Aponte y su equipo, que está analizando muestras de la misión Apolo 17 que no se habían estudiado antes. A su vez, querían “saber exactamente cuál es la diferencia de los compuestos orgánicos presentes en la Luna: en la superficie, debajo de la superficie, en una superficie que ha estado bajo sombra perpetua, y ver si hay alguna diferencia entre ellas”, explicó Aponte desde su laboratorio.
Sin una magnetósfera fuerte, la Luna experimenta niveles de radiación muy superiores a los de la Tierra, y esa radiación destruye los aminoácidos. “Entender si hay alguna variabilidad de los compuestos orgánicos es muy importante para comprender cuál es el verdadero contenido orgánico de la Luna”, agregó el investigador.
Esta información, que Aponte estima se publicará a principios del 2023, será de valor para los astronautas de las misiones Artemis de los próximos años, que también van a recolectar y almacenar muestras lunares que se analizarán en la Tierra. “Si por ejemplo, encontramos diferencias entre una muestra que está debajo de una piedra en relación a una muestra que está en la superficie, dicha información es muy importante para Artemis, ya que en ese caso, se priorizaría colectar muestras que estén bajo la superficie”, explica Aponte. “Queremos decirle a Artemis si hay algo que no se ha detectado antes que ahora sí deberíamos ir a buscar o priorizar”.
Por último, el científico está investigando si hay diferencias en la composición de las muestras que han sido almacenadas de diferentes maneras durante todos estos años. “Algunas muestras han sido congeladas por 50 años. Otras han sido puestas en un tubo al vacío por 50 años, y otras han sido simplemente puestas en un gabinete por 50 años, sin vacío, sin frío. ¿Hay alguna diferencia entre esas muestras o son iguales? ¿Cuál tiene más o menos contaminación y por qué?”.
Las respuestas a estas preguntas son muy importantes y serán muy útiles también cuando la NASA reciba las muestras del asteroide Bennu, que en este momento se dirigen a la Tierra a bordo de la nave espacial OSIRIS-REx y que se prevé que lleguen a la Tierra en septiembre de 2023. Más adelante, los científicos también podrán analizar muestras del planeta rojo, que serán traídas con la misión de Retorno de muestras de Marte en 2033.
“Al estar enviando gente de vuelta a la Luna, estamos tratando de no tan solo lograr esa inquietud que todo humano tiene de explorar, de averiguar que hay más allá”, dice Andolz, “pero también hemos descubierto que hay muchas cosas sobre la Luna como tal que nos falta por aprender”.
La Luna, nuestra compañera constante, ha impulsado avances tecnológicos y científicos, y ahora será el laboratorio perfecto para ayudar a los humanos a practicar cómo viajar, vivir y trabajar en el espacio profundo. Mientras tanto, los científicos continúan desvelando los misterios que la Luna guarda mientras alumbra la próxima era de la exploración espacial.
Texto por Noelia González
Entrevistas por Rose Ferreira y Pedro Cota
Centro de Vuelo Espacial Goddard de la NASA en Greenbelt, Maryland